Desde el mítico Jara me han pedido que haga una crónica sobre las ordenaciones diaconales que celebramos en Roma el pasado sábado. Sobre todo porque entre los nuevos diáconos se encontraba un hombre de gran altura: Alex Baños. No sé cuántos de vosotros habréis estado en una ceremonia de ordenación diaconal. Sé que uno no asiste con mucha frecuencia a este tipo de celebraciones. Es más normal un bautizo, la primera comunión, una confirmación… Me imagino que todos los que lean estas letras han estado al menos en las dos primeras – por lo menos en su propio bautizo y en su primera comunión… -. El caso es que todas estas celebraciones traen consigo grandes cambios en la vida de la persona que los recibe. Algunos de esos cambios no tienen por qué verse directamente – por ejemplo, cuando un niño pequeño (lease así: peggqueño!) es bautizado, no comienza a emitir rayos de luz ni empieza a oler bien…
En el caso de otras ceremonias, como una boda o una ordenación diaconal, el cambio es patente, cien por cien, desde el primer momento. Y además para siempre. En una boda se pasa de ser soltero a convivir con otra persona durante el resto de la vida. No me digas que eso no es un cambio… ¿Y en una ordenación? A ver qué cambios hay…
Lo primero que tengo que decir es que pude ver a Alex disfrazado de diácono. Sí, sí. Disfrazado. Y no estoy siendo irreverente. Es totalmente cierto: minutos antes de la ordenación, le vi descender de un autobús con la sotana al viento. Junto a su familia, fuimos los primeros que le vimos así vestido, aparte de los otros ordenandos, el sastre y el conductor del bus. Se notaba que él y todos estaban bastante nerviosos. Muchos saludaron a sus familiares antes de la ceremonia, y muchas madres hicieron un buen uso del kleenex…
Pasando por alto el primer impacto -ya de por sí fuerte- de la vestimenta, donde uno tiene que comenzar a acostumbrarse al negro, entran en juego una serie de cuestiones muy importantes para la propia vida del nuevo diácono, ¡pero también para todos los demás! Y todo se va explicando en la misma ceremonia.
Poco antes de comenzar, los ordenandos entraron en la iglesia en procesión, vestidos con el alba blanca. La ceremonia transcurrió según la debida Liturgia y me gustaría resaltar algunos momentos más emocionantes -aparte de la espectacular actuación del coro, que una vez más interpretó las distintas piezas musicales con particular acierto y emoción… -. En particular son tres:
– Hay un momento de la ordenación que todos los ordenandos se postran -se tumban, se acuestan, se ponen boca abajo en el suelo… por si acaso alguien no sabe qué significa postrarse- y toda la Iglesia (con mayúscula, sí) canta la letanía de los santos. Hay alguna foto de este momento impresionante.
– Más adelante, el obispo que ordena a los nuevos diáconos -en este caso fue el Prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, el Padre- pone sus manos en la cabeza de cada uno. Pero no solo apoya sus manos, ¡sino que aprieta!
– Un tercer momento dentro del rito de la ordenación es el abrazo que da el Padre a cada uno. Es un instante de gran emoción, donde el coro lo tiene difícil para no distraerse y continuar cantando y las familias lo tienen difícil -por no decir imposible- para no llorar.
Después la ceremonia continúa más o menos como cualquier Misa. Pero con una diferencia importante: tras este corto periodo de tiempo, 32 tipos que antes eran empresarios, periodistas, economistas, profesores, abogados… pasan a ser diáconos, paso previo para el sacerdocio. Si no conoces a ninguno, pues hombre, te alegra que haya gente buena que se entregue de esa forma a Dios y a los demás, ¿no? Pero si además conoces a alguno… O si has compartido tantas situaciones de todo tipo -risas, agobios, tensiones, detalles de convivencia, excursiones, deportes, shows (gran contraste entre el vestuario de alguna Opera Rock con la vestimenta actual)- esa emoción es bastante más fuerte.
Tras la ceremonia todo son abrazos y enhorabuenas. Y es fácil comenzar a dar gracias por esos nuevos 32 diáconos que han empezado una nueva aventura. Una aventura que no puede compararse a ningún otro plan, por fantástico que sea. Porque como decía San Josemaría, la entrega a Dios es una maravillosa aventura, es una novela divina.
Noticia vía: Pablo García Blanco
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