Con motivo del 85 aniversario de la fundación del Opus Dei, publicamos unos textos publicados en www.opusdei.es en los que don Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría y futuro beato, explica el mensaje de la búsqueda de la santidad en la vida cotidiana.

Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Puede resultar admirable que esta invitación, después de tantos años, continúe sonando aún a cosa nueva; pero el estupor desaparece si pensamos que Dios trabaja continuamente en la santificación de las almas; que para Él los siglos son como un día, y que a cada hombre le ofrece los medios adecuados, conocidos y desconocidos, durante toda la vida.

Más bien es preciso decir, gritar sobre los tejados (cfr. Mt 10, 27), que el poder de Dios no se ha empequeñecido — non est abbreviáta manus Dómini (Is 59, 1)—, e incluso que esa potencia es más actual que nunca. Son muchos, en efecto, los que reciben y ponen en práctica esta llamada divina; personas a quienes la gracia del Señor otorga el poder de comportarse como hijos de Dios, de vivir y morir en su amor.
(Homilía en el 60º aniversario de la fundación del Opus Dei).

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Monseñor Escrivá de Balaguer meditó muchas veces sobre un pasaje del Evangelio en el que Jesús, dirigiéndose a sus discípulos, les comentó: Ya no os llamaré siervos… A vosotros os llamo amigos (Jn 15, 15). Dios, que nos ama, busca amor, por eso cuenta con nuestra libertad: la quiere, porque sin libertad no puede haber amor. Esas ideas fueron, como digo, uno de los temas centrales de la oración del Fundador de la Obra.
Opus Dei – San Josemaría, don Álvaro y Mons. Javier Echevarría, en 1974.
San Josemaría, don Álvaro y Mons. Javier Echevarría, en 1974.

Se conmovía el pensar en la maravilla de un Dios todopoderoso que ama a los hombres hasta el extremo de olvidar nuestras rebeldías y nuestras infidelidades, de perdonar nuestros pecados, de mendigar de nosotros una respuesta de amor. Y veía con claridad el valor de la libertad, la necesidad de contribuir a que los hombres apreciaran a fondo ese don divino de ser libres».

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La primera condición para santificar y para santificarse en el trabajo es realizarlo bien, con perfección humana (…). Se presenta la ocasión de examinarnos a fondo y con valentía: ¿realizo mi trabajo a conciencia, estrujando las horas para que rindan más, sin conceder nada a la pereza? ¿Tengo ilusión por mejorar día a día mi preparación profesional? ¿Cuido los detalles para terminar bien mi tarea diaria? ¿Abrazo con amor la Cruz —las contrariedades, las dificultades, el cansancio del trabajo— con que tropiezo en mi labor cotidiana? Si te comportas así, hijo mío, te aseguro que ya has empezado a santificar el trabajo y a santificarte por medio del trabajo.
(Carta pastoral, 1-X-1984).

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Hemos de esforzarnos aun más para descubrir y para estimar en mucho el gran valor sobrenatural de lo ordinario, de lo humilde, de lo sencillo. Con la Sagrada Familia entra de lleno, en la gran epopeya de la Redención, la vida corriente de trabajo, de oración, de servicio.

Todo el quehacer cotidiano, y hasta lo que parece pequeño, o incluso insignificante, lo asume Dios, para atribuirle un puesto preeminente en el plan divino de la Salvación y de la santificación. La claridad de esta estrella, María, nos revela con tonos nuevos el valor colosal de lo poco, de lo oculto ofrecido con fe y con amor.

Ahora, tenedlo muy en cuenta en cada instante, nos toca a nosotros realizar con plenitud de fe el diario quehacer. Necesitamos una gran visión sobrenatural; necesitamos aprender de María a contestar con un sí decidido y firme a la cooperación que Dios nos pide.

(Carta pastoral, 2-II-1979, n. 8.)